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Yorleni

Florencia Alonzo

 

Aquella olla tenía el tamaño del tronco de su madre, pensó Yorleni mientras la miraba revolver a un ritmo constante, memorizado.

Conocía bien los tiempos de cocción de la sopa de gallina india, así que supo que tendría una hora más para jugar afuera de la casa.

El campo que se extendía más allá de la puerta abierta no tenía alambrados, ni cerco. La aldea de Las Hortensias, entera, era el patio de su casa, limitado solamente por las montañas que la rodeaban.

Yorleni llamó a su yegua - Princesa- y esta no respondió a su llamado.

De todos los animales que había en la casa: perros, gatos, gallinas, y hasta un toro, Princesa era su favorita.

Algunos días Yorleni acompañaba a su padre a llevar agua para las vacas, arriba en la montaña, y caminaba al costado de Princesa, que cargaba con los pesados baldes. De regreso a casa, cuando el cansancio en las piernas de la niña era peor que el del animal, Yorleni montaba a su yegua y regresaban juntas.

-¡Princesa!- seguía llamando.

La yegua solía estar afuera de su casa, aunque no estuviese atada, permanecía allí.

Yorleni caminó hasta un viejo galpón donde su padre guardaba la azada, la sembradora y otras herramientas. Cuando los días helaban, o fuertes tormentas tropicales azotaban, Princesa se resguardaba allí. Pero tampoco la encontró.

Siguió llamando, ahora con todas las fuerzas que salieron por su pequeña garganta, y se alejó de la casa hacia la siembra que comenzaba a crecer después de meses de sequía.

Desde el interior de la casa, a través de la puerta abierta, la madre de Yorleni la vio como un punto fucsia moviendose con gracia en medio de los campos de maíz, con su vestido plisado, con encaje amarillo y su pañuelo a rallas de colores.

La niña atravesó la milpa, esperando encontrarse con su yegua del otro lado. Las tripas le rugían, la sopa de gallina casi estaba lista.

Cuando las nubes comenzaron a deslizarse por la falda de las montañas hasta estancarse en la tierra, dejando una niebla cada vez más tupida, Yorleni comenzó a correr.

El humo gris se volvía más y más denso a medida que los pies se le embarraban y se acercaban a la laguna. Allí, justo al borde de aquel inmenso cuerpo de agua, la niña se detuvo, recordando las indicaciones de su padre, y su grito desesperado emergió de entre las montañas, ahuyentando a las aves que descansaban en los altos pinos.

En casa, la madre de la niña servía la sopa para los hermanos más pequeños de Yorleni, cuando un grito ahogado, que parecía nacer del valle, hizo estallar un plato contra el piso.

Cuando el bullicio de las aves y el eco de su propio grito se agotaron, Yorleni escuchó a Princesa resoplar. Sabía que el sonido provenía de la laguna, pero la niebla hacía imposible encontrar su pelaje blanco.

Los zapatos avanzaban con dificultad en el terreno fangoso, y el vestido fucsia se adhería a las finas piernas mientras se adentraban en el agua. No era la primera vez que Yorleni se acercaba tanto a la laguna, otras veces, la curiosidad la había llevado hasta aquel lugar prohibido acompañada por Princesa, que la seguía a donde fuera.

La yegua volvió a resoplar, esta vez se parecía más a un relincho quejumbroso, dolorido, un llamado que hizo que Yorleni encontrara su cuerpo atrapado en el lodo.

Sabía que Princesa sentía miedo, y también sabía muy bien que aunque aplicara todas sus fuerzas, no podría ayudarla a salir de allí. Siguió avanzando con cuidado, con los pies pesados, pensando en la explicación que daría en casa a su vestido mojado y sus zapatos embarrados. Quería acariciarla, calmarla con su voz, pedirle que lo intentara de nuevo.

Pero cuando estuvo a pocos metros de la yegua, los pies de Yorleni ya no pudieron despegarse del fondo, sus tobillos estaban atrapados por el lodo y el agua fría le cubría la cintura. La niña lloró de frío, lloró de hambre y de debilidad, mientras rogaba a Princesa que lo intentara de nuevo.

Los hermanos de Yorleni vieron a su madre correr y adentrarse en los campos de maíz mientras tomaban su sopa de gallina en silencio. Allí donde termina la siembra y las nubes se estancan en la tierra, la mujer se detuvo, agitada, frente a la inmensidad del valle.

Le pareció ver, mezclado entre la niebla, un punto fucsia.

Yorleni descansaba en el lomo Princesa, que caminaba con su pelaje blanco embarrado hacia la casa.

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